Me acuerdo cuando mi mamá me gritaba una y otra vez que ya era hora de bañarme. Éramos diez hermanos y de aquí a que nos pescaba a todos era más o menos media hora más de juego. ¿A quién le gusta meterse a bañar? ¡A nadie!
Al menos eso pensaba escondida en el árbol de plátano con miedo a que me saliera una viuda negra, esas que dicen que acaban con tu vida. No, no quería acabar con mi vida a mis 6 o 7. Todavía me hacía falta ser maestra, pianista, pintora y esas cosas que imaginaba y escribía en mi diario sin darme cuenta que me estaba convirtiendo en escritora.
Después entendía que la cosa se estaba poniendo aburrida. Mi mamá ya no me estaba buscando y se escuchaban las risas de mis hermanos divirtiéndose en la tina. Entonces me acordaba de lo mucho que me gustaba bañarme ¿Por qué le huía tanto? Tendría agua calientita, mis monitos de los Picapiedra para jugar, leer la parte de atrás del shampoo y llenar todo de espuma cuando mi mamá no se diera cuenta y ver como el pelo de las Barbies se ve fabuloso bajo el agua.
Además mis hermanos ya casi salían de la regadera y me tocaría la tina para mí sola. ¡Todo para mí sola! Cuando tienes diez hermanos esto es algo realmente valioso.
Así que sumisa me entregaba cual prisionera que aceptaba su culpabilidad… subía poco a poco las escaleras, iba a entregarme a las autoridades, porque soy valiente. Porque siempre he sido valiente. Llegaba con una colita de caballo arriba y a otra abajo y ya sin moño, las rodillas verdes, la cara chamagosa y mis ojos aceptando que había escapado pero que mi buena educación me habían hecho volver – sin que me obligaran – al buen camino.
Mi mamá sonreía. «¡Te atrapé!» Decía. Entonces me explicaba que tenía que esperar ahí mientras sacaba a mis hermanos. Yo me sonaba la nariz y esculcaba su cajón y agarraba crema Pond´s azul y la revolvía con papel y la tiraba al techo.
Mi mamá envolvía a mis hermanos como tamal y los tiraba uno a uno como capullos en la cama matrimonial… cabían todos y les encantaba quedarse ahí quietecitos, prisioneros también. Pero quién no siente delicia de ser prisionero de una mujer que te ama tanto.
“Ahorita vengo, quédense quietecitos”. Les decía. Creo que al que más le gustaba ser tamal era a David, que hasta se quedaba dormido moviendo los pies de frío porque la toalla no alcanzaba hasta abajo.
Entonces seguía yo. Rápido me encueraba y me llenaba la tina de agua nueva mi mamá. En lo que entraba ya estaba jugando con los monos de los Picapiedra que me aventaba uno a uno para que me diera risa. Y ahí duraba una media hora hasta que mis dedos se hacían viejitos.
A veces no te das cuenta de lo sucia que estás hasta que entras en el baño Y ves el agua como se pone puerca y la espuma es gris… se escapa la grasa del cuero cabelludo y la cara se pone más bonita. ¿No se han fijado que la cara está más bonita cuando dura un ratito en el vapor de la regadera?
A veces vamos por la vida creyendo que estamos bien, huyendo del baño, como si fuera algo malo lavarnos para seguir de nuevo.
Tengo que contarles un secreto. Hasta la fecha en mi casa me baño sentada. Como cuando estaba chiquita. Quienes han visitado mi depa se darán cuenta que el shampoo y el acondicionador y el jabón de baño están en el suelo porque ahí me los pongo simulando ese ritual de antes.
Pero claro, la vida no es la misma, de hecho no es igual de tierna que ese entonces. ¿Será que idealizamos la infancia o la infancia realmente es mágica? ¿Por qué todo se vuelve más difícil cuando crecemos? ¿Es que acaso un adulto ya no tiene derecho a la ternura? No lo sé, pero cuando estoy en la regadera me permito ser niña un rato… juego con la espuma, dejo que el agua se sienta por mi espalda y juego a escupir lejos el agua. Me doy derecho a tener un tiempo de ternura para mí misma… en privado, como si fuera algo prohibido ser tierno con uno mismo.
Hace poco hablando con un hombre que me estaba cuestionando hasta las entrañas de mis sentimientos más ocultos me hizo llorar, psicólogos les llaman, me exprimió el alma y me dio vergüenza que viera mis lágrimas y sólo pude contestarle: Ya no tengo edad para estar llorando por estas cosas. Y me limpié rápido lo que corría por mis cachetes.
Dios, fui muy dura al decir esas palabras. Y es que creo que he sido dura conmigo toda la vida y no entiendo quién me enseñó a ser así o de dónde lo aprendí. Tal vez la infancia fue una etapa de libertad antes de inscribirme al ejército del deber en vez del querer.
¿En qué momento me volví tan dura? Cumplía meta tras meta sin preguntarle a mi cuerpo si está cansado, buscaba alcanzar “la gloria”, es decir, lo que consideraba bueno para mí en ese momento… premios, satisfacciones, likes, triunfos… parecía que vivía una vida algo envidiable cuando en realidad estaba escondida entre los plátanos pensando que era mejor escapar de un buen baño de humildad, de autorrespeto y de compasión.
Tampoco quiero hablar duro sobre mí. No todo fue así de cierto, uno va por el mundo creyendo en las buenas intenciones y yo me considero una persona bondadosa. Pero la verdad es que aún no me atrevo a contar las consecuencias que estas “buenas intenciones” trajeron a mi vida. Pero confieso que forzosamente llegué culpable a la zona de baño. Sí, tuve que entregarme nuevamente a las autoridades.
Me sentía chamagosa de tanta cosa que no me hacía bien, tanto comentario que dejé que entrara en mi cabeza, tanta dureza y exigencia con mi persona, me desvíele como coche, me maltraté sin querer hacerlo.
No tenía seis o siete años, así que eso me hizo sentirme más culpable porque se supone que ya debía ser responsable de mi persona pero a veces a esta edad sigo sin saber cómo.
Lloré. Pensé en la gente que siente algún tipo de admiración por mí y me pregunté que así de tristita me querrían igual. Me acordé de las conferencias que doy, del amor por la vida que tanto profeso, y caí al suelo tan infantil como si tuviera siete… seis… o cinco.
Había salido al mundo a jugar tanto que olvidé que me había ensuciado completa. Mi alma estaba cansada, mi corazón a pesar de ser coherente y sí amar la vida como lo digo, estaba débil, latía despacito, era desgastante no tener un tiempo para mí. Mi espalda me ardía como fogata. Mi cuello, mis piernas, toda yo estaba hecha trizas. Dios, no sé cómo explicarles esto pero estos meses así fueron.
Tuve que salir pronto del árbol de plátano y subir con urgencia a la sala de baño. A diferencia de otras veces nadie me recibió. Ya estaba bastante grandecita creo yo, como para exigir que me prepararan mi baño, pero habría pagado lo que fuera porque hubiera tenido uno de esos días. Se siente extraño tener que abrir tu propia regadera cuando todavía a veces sientes que eres pequeñita.
Me lavé las responsabilidades, me limpié las culpas, me quité el cochambre de esa mente de soldado que me trataba cruelmente. Me lavé como mi mamá me había enseñado: Tallarme bien, el acondicionador en las puntas y todas esas cosas…
Sé que no soy una niña, pero a veces me siento tan frágil como una. Tan necesitada de ternura, como si no hubiera aprendido nada en el camino y deshecha en la regadera dejé que el agua cayera en mi cabeza olvidando que soy Lucía la de Flor, una gran escritora, conferencista, con un programa de radio, muchos logros y gente que me quiere y no sé qué tanto más. Y me sentí solamente yo, y tuve y tengo que recordar mil veces que eso basta.
Y así encueradita me di cuenta que estoy completa. Sin moda, sin nada encima de mí, sin reflectores, sin complejos, sin nada. “Nada es igual sin mí”. Pensé. “¿Por qué entonces me estaba dejando en el camino?”
Hoy estoy pagando muchas consecuencias por vivir queriendo llenar expectativas de quién sabe quién y mi cuerpo me ha pedido que descanse un poco o un mucho y a veces eso la gente no lo entiende. Ni yo lo entiendo así que no culpo a nadie por no entenderme. Me había olvidado de descansar, de dejar que todo corra sin querer alcanzar a nadie. No es una derrota permitirte una pausa mientras el mundo sigue rodando… logrando, haciendo.
Yo tengo que aprender a ser cariñosa conmigo, a autoaventarme mis juguetes de los Picapiedra y a lavarme y entender que necesito un momento sólo mío para tratarme mejor. Si no me pongo en primer lugar en mi vida no puedo ser funcional. Así que comenzaré por darme comprensión mientras mi soldado interior me diría que todo esto es una pérdida de tiempo.
Pero no le haré caso, esta vez mi niña interior gana. Y eso haré, un baño de comprensión, una dosis de descanso envuelta en la toalla hecha tamal, y después la vida me dirá qué me toca hacer, pero por lo pronto damas y caballeros, su escritora favorita necesita un buen baño… uno de calidad.
No puedo volverme a traicionar y prohibido decir que ya no tengo edad para llorar. Ustedes pensarán… ah, Lucía anda triste o anda bajona de ánimos o anda medio “blue”… yo les digo que muchas veces esta postura es más exitosa que estar sobre una tarima diciendo que amo la vida sin tener tiempo para amarme a mí.
Me siento más ganadora sentada en la bañera. Un rato. Pensando, postulándome nuevas formas de ponerme de pie. Y a donde la vida me lleve, llevarme conmigo. Una vez más les digo que a veces cuando pierdes, ganas. Y que invertir en mí ha sido lo más valiente y gentil que he hecho por mi persona.
Los quiero… saludos con espuma y “abuita” caliente.
Lucía.
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