Son las cuatro de la mañana, no podía dormir y no tarda en pedirme de comer mi bebé. Probablemente lo haga más rápido porque mi telcado suena fuerte y puede despertarse. Impulsada por una fuerza externa a me levante a buscar mi lap top “¿Todo bien?” Me preguntó Carlos y dije sí pero no, no todo está bien.
No publiqué nada durante la ola de violencia que se vivió específicamente en dos casos, Ingrid y Fátima. Leía al respecto y como a todos, se me apachurró el alma. No supe qué hacer, he aprendido a reaccionar menos impulsivamente y analizar una cuestión de diferentes ángulos antes de hablar y más bien concentrarme en temas positivos pero mi silencio esos días y justamente cuando vacacionaba lo sentí como una falta de deber de mi parte.
Prometí que buscaría el momento de escribir algo y apenas llegué de carretera hace horas y no podía dormir. Lo que mi cabeza me dictaba es lo que ahora escribo. Tengo el alma triste, con impotencia, con miedo, con dolor. Quiero encontrar las palabras correctas y no decir algo equivocado ante un tema tan sensible pero a veces pensar en qué es lo mejor para decir me tomaría un tiempo y ese tiempo significa estar callada.
He pasado gran parte de mi vida callada. Aunque parezca lo contrario. Alguien una vez me lo dijo “que ironía conocerte tan bien y saber todo lo que callas”. Soy una boca cosida que adquirió fama por hablar del amor, porque para eso sí encontré algo de libertad. Mi alma me duele desde hace mucho y he sabido adaptarme como animal en la selva para no sólo sobrevivir, sino para tener la vida que tanto deseo a pesar de la violencia de género que me oprimió tanto tiempo.
Soy de la idea de que si estás presentando una injusticia y no haces nada, parecería que estás del lado del opresor, por eso he sentido muchos años la responsabilidad de hablar por mí, porque más allá que víctima, también quiero dejar de ser una cómplice.
Estoy cansada de que esta melena larga deje pasar el tiempo esperando a procesar información para que cuando la hable sea a través del amor. Tal vez mi voz nunca llegue a tener la madurez para hablar de mi historia con el mayor amor posible y tenga que plantearme que cuando llegue el día, vaya a hacerlo con las palabras y la manera que pueda mi alma.
Estoy callada porque que me obstruye el tremendo amor que le tengo a ciertos involucrados y al mismo tiempo me llegan unas abundantes ganas de tenerme a mí esa consideración que me mantiene en silencio. Y no hay noche que me pregunte ¿Qué puedo perder? Y creo que lo que podría perder ya lo he hecho.
Mi cabeza gira cuando las estrellas salen y la conclusión siempre es la misma: Mi silencio también es un acto de violencia. Primero violenta mi persona y luego me convierte en una cómplice y termina por trasformarme en quien nunca había sido: Alguien indiferente a mi dolor, que prioriza a los demás sobre mis deseos.
Reflexionar sobre eso a veces detona mi furia y despierta mi alma guerrera a la que le importa un comino ser prudente o la que decide más bien que la prudencia comienza por tener empatía ante una realidad inminente como lo es la violencia de género.
No sé si esta es la mejor manera de abrir un poquito la puerta a mis heridas emocionales, tal vez es dañino exponer temas que casi acaban conmigo a la opinión pública. Pero creo que merezco dejar de sentirme esclava de mi historia por miedo a contarla y herir susceptibilidades.
En pocas palabras: quiero evitar que mi silencio siga siendo el lugar donde habita el abusador.
Quiero dejemos de hacerle ese favor. Quiero que dejemos de ser parcialmente libres, de ser cómplice de él y cómplice de los cómplices. Estoy segura que ninguna de nosotras nos perdonaríamos que nuestro silencio fuera el camino y la oportunidad para que más mujeres o niñas salieran heridas.
Deseo también nuestras heridas sean lo menos en vano posible. Que nos invada una resiliencia auténtica y rebosante de amor y podamos decir ¡Aquí termina la violencia con nosotras! Aquí nace un amor infinito por hacer las cosas diferentes y comienzo ese camino con mi maternidad, con ese bebé tan hermoso que tengo en casa.
Porque es una realidad que así como el amor comienza en la familia, también la violencia nace en este pilar de la sociedad. Esa familia que amamos y respetamos y que es sagrada para nosotros también es el lugar donde la mayoría de las veces se guarda al opresor.
Se requiere mucho valor al tomar la decisión de cortar un lazo familiar para renunciar a solapar a un agresor. Se necesitan agallas y al hacerlo no les queda más a los demás cómplices que vivir con sus decisiones. Decisiones que, para mi gusto, ponen en tela de juicio haberle creído a la víctima, quien, con las pocas fuerzas que le quedan, decide hablar para generar un cambio que nunca llega. No al menos a través de esa vía.
En un mundo donde el opresor es defendido y a las víctimas no se les cree o se les da la seriedad que el caso amerita ¿quién va a abrir la boca?
Y lo más preocupante es que si no se toman medidas al respecto lo más probable es que pueda volver a pasar. Si se requiere que algo cambie se necesita cambiar algo. Por eso insisto eternamente en que el agresor sólo es fuerte porque existen sus cómplices. Y son los cómplices quienes abren la oportunidad de que se repita la violencia.
Y la complicidad va más allá que un par de personas, se ha convertido en una cultura, en una forma de educarnos, en las leyes tan poco razonables y hasta en frases hechas dirigidas a las mujeres como un “date a respetar” como si tuviéramos que ganarnos el respeto y no fuera algo con lo que nacemos.
A veces todo esto tiende a verse como exageración, amarillismo y hasta un complot femenino o hipersensibilidad. Somos víctimas a las que se les menosprecia su historia, vistas únicamente como generadoras de drama y hasta mentirosas.
Es hasta que estamos hartas y que las cifras son tan grandes que logramos emanciparnos del mundo de los cómplices y nos levantamos en masa convirtiendo esto en una situación global que incomoda a muchos.
Gracias a que muchas mujeres de generaciones pasadas y de indistintas partes del mundo se han jugado su pellejo con la misión de proveer un espacio donde se pueda escuchar el clamor de muchas otras más mujeres es que incluso yo adquiero el valor de entreabrir mi boca con estas palabras.
Porque es inminente la violencia de género y porque incluso sin tener el cruel destino de miles de mujeres y niñas que desgraciadamente ya no están con nosotros, las que aquí seguimos también sabemos que existen maneras de matarnos aunque nos dejen vivas.
Con todo esto dicho reconozco, empatizo y abrazo a todas esas mujeres que deciden apagar su voz porque tienen sus razones para temer hablar. A todas ellas quiero decirles “yo sí te creo”. Entendemos de primera mano ese miedo que paraliza, esa autoestima golpeada y ese cuerpo está rendido a las circunstancias, porque ya sea física, mentalmente o ambas, sabemos lo que es estar sometidas.
Por eso esto se convierte en un clamor global, una unión de todas formando una misma voz y un mismo grito. Y comienzo haciéndolo con la introspección de mis propias acciones en pro de que esto suceda, porque analizando a mi propia persona puedo encontrar varias situaciones donde no contribuí a que la violencia de género fuera erradicada.
Yo también estuve inmersa en un sistema de abuso, con una educación programada no favorecedora, con unos límites inconscientes sobre la prohibición de hablar de ciertos temas en casa. En una cultura donde ante un caso de abuso o violencia, los mismos integrantes del círculo familiar nos recomendamos aguantar en vez de enfrentar. Porque ¿qué ganamos?
La naturaleza del hombre es poseer mayor fuerza física aparente que la mujer y eso nos coloca en una posición delicada para quienes no hacen buen uso de esa fuerza. Sabemos que su fuerza física ha llegado a ser el respaldo que ellos necesitan, incluso sin usarla, pero un respaldo que garantiza que siempre ganarán cualquier pelea doméstica.
Es una realidad que no todos los hombres son opresores, muchos son grandes seres humanos que tienen el alma hermosa, tengo la suerte de vivir con uno, pero también es verdad que en términos generales al ser el hombre físicamente más grande y fuerte en su mayoría, esa fuerza que aparentemente no tiene uso, sí la tiene por el sólo hecho de existir.
El poseer más fuerza les da esa seguridad donde si algo sale mal ellos tienen el “gol de visitante”. Ellos poseen la última palabra: un golpe, una mirada, gritos de una voz más aguda. Probablemente no usan esa fuerza pero aún así amenazan con ella a sabiendas de que tienen ese último ticket ganador e inconsciente o conscientemente advierten a la mujer sobre ello para que esta se doblegue. Así, sin aparentemente ser violentos, lo son.
Bien sabe un ladrón que al decidir entre robar a una mujer que va pasando o un hombre, este último tiene ese boleto ganador que usará de ser necesario. Esa es una realidad y el inicio de mucho uso de violencia.
Otro factor que nos atañe a todos es la complicidad. Y con esto repito la frase de Desmond Tutu “si presentas una injusticia y actúas neutral, has elegido el lado del opresor”. En mi introspección descubrí que mi silencio también es una decisión. Y que tal vez esta madrugada que Carlos me dijo “¿Todo bien?” Debí decir “No, no todo está bien”. Y a que tal vez mi teclado sí deba de sonar fuerte y que mi bebé tenga un despertar a este tema.
¿Cómo terminar este escrito que representa la unión a un movimiento que aunque no acaba de iniciar sigue pidiendo lo mismo de tantos años atrás? Reclamando nuestro derecho a expresar lo que muchas ya no pueden y empatizar con las que siguen calladas e intentar unirnos para que con esa fuerza, esta generación sea la que viva ese espacio añorado donde puede existir nuestra voz.
Es hora de que el violador que está de fiesta, sin castigo, sin ser señalado y con el pan en la mesa, la navidad en familia y el silencio de sus actos en el alma de todos, termine con su reinado. Es hora de cortarle la llave de acceso a más niñas y mujeres. ¡Ni una más!
En un mundo que se dice civilizado es hora de ver este problema como plural y como nuestro e incluso también, incluir en las víctimas a la Madre Naturaleza; y desde esa consciencia logremos identificar el papel que estamos jugando en esta historia y logremos pasar a la acción. Porque si ante una injusticia no hacemos nada, estamos del lado del opresor.