Por Lucía la de Flor.
“Porque la muerte no es mas que
un síntoma de que hubo vida”.
– Mario Benedetti
En la sala de espera de un salón de tatuajes una adolescente desliza sus recuerdos en ti. Parecía que le emocionaba, tocaba su muñeca izquierda convenciéndose de que el miedo no era más fuerte que sus ganas de hacer algo tuyo para siempre. Vino a su mente el día que por última vez exhalaste. Madrugada del cuatro de agosto, todavía era una niña, la levantaron avisándole que habías pasado mala noche. A luz tenue fue a verte descalza con su camisón de franela rosa. Se enfrentó con esa cara blanca que tenías con los ojos cerrados. “¿Está muerta?” Pensó. Y luego tu respiración la hizo ladear su labio hacia arriba.
Bajó las escaleras y divisó doctores en la sala. Inmediatamente supo que ese era el día. El timbre sonaba, le abrió la puerta a distintas personas que se pusieron a rezar el rosario y fue luego que timbró Tere, tu mejor amiga, que venía a traerte esa avena que te gustaba.
– No es necesario. Le dijo en su camisón rosa a Tere.
– Pero si lo hice con mucho cariño, no es molestia alguna.
– No, me refiero a que… literalmente… no va a serle necesaria la avena a mi mamá. – Decir eso le hizo que le doliera pasar saliva después.
Tere comprendió y queriendo ayudar se les unió al grupo que rezaba. La niña, viendo que todas las personas estaban instaladas subió a verte. Tenías pelo, te había crecido y estaba tupido y ahora gris. Respirabas con dificultad y ella deslizó su mano en tu cachete. Pudiste sentirlo. Intentaste abrir los ojos y tu mirada ya señalaba a dos direcciones y la asustaste. Así se quedó contigo sentada en el respaldo de tu silla azul hasta que te fuiste.
– Marina ¿verdad? Puedes pasar – Un hombre tatuado con playera de Nirvana la interrumpió del trance y la invitó a sentarse en una silla negra que parecía de dentista. Ella no estaba nerviosa o al menos no supo distinguirlo. El tatuador develó un colibrí en su ipad. Sólo para estar seguros, es este tamaño y a colores ¿verdad?
Ella te vió en el ave. Sonrió y empezó a oler a frío, a esa tarde que se enojó contigo y luego llovió muy fuerte. Le habías pedido un jugo de lima y se enfadó porque estaba viendo las caricaturas. Roja de cólera azotó la puerta de su cuarto y te dijo “¡No te soporto!” con la furia de nueve años. Marina, sin poder respirar del coraje, se sentó al lado del balcón de su cuarto.
Fue cuando empezaron los primeros truenos de la tormenta que Marina, ya arrepentida, estaba también desesperada por los sonidos agresivos de la lluvia. Llena de culpa y miedo corrió de vuelta contigo y escondió su cara en tus rodillas.
-¿Te dio miedo?
– Mamá, perdóname mamá.
Sabías de la fobia de tu hija por los rayos y las tormentas y cómo relacionaba este fenómeno natural con el fin del mundo. “¡Se va a acabar el mundo!” Gritaba religiosamente los días que llovía. Lo peor es cuando coincidía con que fuera de noche, prendía luces, se hacía un espacio en tu cama y te desvelaba.
Las dos manos de Marina estaban pegadas a la ventana y su mirada fija en la espera de una explosión mundial eminente que terminaría con la vida del planeta. Su respiración se veía en el vidrio… acelerada, constante, alerta. Tú estabas serena en la mecedora. Fue así hasta que se calmó la lluvia que apareció la chuparosa y pudo recobrar su confianza en el mundo.
– Mira mamá las que te gustan. – Te dijo.
Fue al verla cambiar de ánimo debido a la aparición del colibrí que por primera vez te atreviste a hablarle de la posibilidad de tu muerte, liberándola de ese dolor de no poder compartir lo obvio. Hablar de tu partida inminente era una plática necesaria que de algún modo estaban esperando las dos. “Y así, cada que veas una chuparosa es que voy a ser yo saludándote”. Le dijiste.
Por la promesa de aquella tarde es que Marina estaba a punto de meterse tinta para tenerte por siempre.
– ¿Lista? – Le habló el tatuador mientras se ponía sus guantes. Marina después de tal recuerdo no pudo estar más segura y cuando todo marchaba al pie de lo deseado, apareció la aguja.
Larga como las que te ponían, se fue acercando a su mano, ella la quitó instintivamente, él volteó a verla.
– ¿Estás bien? – Le preguntó. – Ella no contestó a la primera, ni a la segunda y se levantó de la silla. La adrenalina le circulaba el cuerpo.
– ¡Las agujas! – Dijo.
– ¿Te dan miedo las agujas? – Dijo el tatuador apuntándola a su propia cara a modo de juego.
Como si hubieran estado bloqueados por protección, uno a uno los recuerdos de tanta aguja que te pusieron, se esparcieron por el cuarto de tatuajes. Cuando apenas te iban a hacer estudios, cuando te pasaban la quimio, cuando se te ponía morado y cuando te desvanecías e inconsciente también te inyectaron. Y con cada memoria que se presentaba, Marina sintió piquetes imaginarios por toda su piel.
– ¡Basta! – Dijo asustada.
– ¿No quieres tatuarte?
– ¡No! – Tomó su mochila y salió disparada del lugar sin considerar su dinero del depósito.
Su caminar no se oía por la suela de goma de sus zapatos cafés del uniforme, pero sus pasos eran firmes y golpeados. Su falda de cuadros se meneaba a modo de berrinche mientras se dirigía a la parada del camión. Su respiración era igual a la de cuando se recargaba en la ventana esperando el fin del mundo.
Como si nunca se hubiera dado permiso de sentir, todo había salido de golpe. Mientras andaba te recordaba dormida y las veces que revisaba si seguías respirando, los cuentos que inventaba para que te olvidaras de las náuseas y las tardes donde inclinada en ti, el silencio se hacía protagonista. Mientras todo se revivía tan palpable cayó en cuenta que tu partida sí la hizo sentir que efectivamente el mundo se acaba.
Sin un relámpago o nubes negras empezó a llover. De esas gotas que caen sin previo aviso. Sus chinos se alaciaron y el peso de la falda mojada se le pegó al cuerpo. Corriendo al primer techo se notó que alguien hizo lo mismo.
– ¡Joder vaya lluvia! Pero si no me he presentado – se secó la mano con su pantalón: Hola soy Carlos, estudio aquí en el cole de enfrente, vengo de intercambio soy de Madrid ¿Has estado en Madrid? Pero anda, ven para acá que te estarás mojando. ¡Vaya tromba de agua! ¡Qué disgusto! Es que no hay manera de llegar al bus. Venga ¿Qué es aquí? Ah, la librería, ya sé dónde estamos. ¿Te apetece entrar? A lo mejor te da un poco de frío al principio por el aire acondicionado, pero al final hay un sitio techado muy mono, es que verás, esta librería tiene su cafetería. Qué guay ¿No? Imagínate un cafecito caliente y una croissant de esos que meten al horno. Que vamos, no es como los churros de Madrid pero vaya, no son malos. No sé cuánta pasta tengo pero creo tenemos al menos para el café. Pero que lío, no te he preguntado ¿Será que te gusta el café? Tienes cara de que sí. ¡A que sí te gusta el café! – Se ríe señalándola. – El café es para los intelectuales y tú tienes cara de ser una tía muy lista. ¿Te gusta leer? Vamos que no te estoy diciendo que tenemos que leer ni nada, que podemos estar en el café y charlar. Disimulados que a lo mejor nos quieren echar por ponerles todo el suelo perdido de agua que les dejamos en el piso ¿no te jode? pero en la terraza no hay quién nos diga nada… ¿Entonces qué? ¿Entramos? A mí me vendría de puta madre.
Y mientras chispeaba, en el fondo de la Librería La Paz, Marina veía a su nuevo amigo disfrutar de su café caliente y su cuernito de chocolate. Sin querer, imaginó cómo le salían poco a poco plumas tornasol de su cuerpo y la boca se le hizo pico mientras aleteaba cientos de palabras por minuto. Olvidándose de su día y de lo que se aferraba a hacer eterno, se dejó poseer por ese sentimiento incontrolable y lleno de fuerza llamado risa.
1 comentario
#QueridaLucia
LO AMÉ!!!!
Me llevaste a cada lugar y a cada sensación…