Parada en el tren del destino vi pasar una pareja de novios hasta llegar al altar. Mis ojos se bajaban cuando los veía bailar, trataba de controlar mis ganas de sentir lo que les estaba pasando. Meneaba mi tenedor en el postre que casi nunca como. Al principio la felicidad de otros me inspiraba, pasaban los años y al no obtener mis propios resultados, me dolía.
Me sentía esa fruta del súper que nomás no escogen. Esa manzana a medio brillar que temía por hacerse mala antes de conocer el amor. ¿Qué tengo de malo? Llegué a pensar muchas veces. Me justificaba que vengo de una familia de diez hijos y he vivido cosas raras por ello. Pensaba que, al haber vivido mucho dolor en mi vida, se proyectaba a veces en mis citas o creía que al contenerme por miedo a desbordarme y decir que moría de ganas de enamorarme, los hombres pidieran la cuenta para nunca volver a hablarme.
Me sé diferente a mis amigas, me sé de otro color en la manada, entiendo que soy zurda, que levanto la mano antes de que la maestra pregunta, que me pongo al tú por tú con los hombres desde chica, que me gustaba el futbol, que decía groserías, que no sabía hablar de usted, que iba a misa todos los días y quería llegar virgen al matrimonio. Era un espécimen difícil de observar y complicado de tomarlo de la mano.
Aquellos días oscuros de mi vida que todavía no me atrevo a contar salían a reírse de mí y a gritarme que yo no merecía tener una pareja. Y aunque me veía al espejo y me sentía bonita y algunas veces la reina de la belleza, cuando me mezclaba con todas en una fiesta, entre luces y humo tenía miedo de bailar y algunas otras veces sí bailaba a sabiendas de que nadie se acercaría a tan toscos movimientos.
Era una mujer con ganas de que la abrazaran muy fuerte pero no iba a admitirlo. Mucho tiempo de mi vida me sentí estúpidamente sola. De hecho, estaba sola. Vivía en un edificio con algunos departamentos en construcción y solo el mío funcionaba así que sí, la renta era muy bajita por eso y era la única persona que vivía en un edificio de cuatro pisos era esta a la que leen.
A pesar de tener diez hermanos sentía que cada uno estaba viviendo su vida y yo era una mujer en pausa. Me divertía sí, generaba lo que quería sí, tenía un éxito tremendo escribiendo sí, la revista Quién me reclutó como reportera y conocí personajes impresionantes, sí. Tenía un cuerpo en forma y me vestía padrísimo según yo, con tacones y una melena chingona.
Era lo que podíamos llamar un buen partido al menos en apariencia. Después me conocían y para mí las primeras citas eran muy intensas. Daba mucho. Platicaba mucho, confesaba mucho, confiaba mucho. Tal vez algunos hombres pudieron leer mi sed de tener una conexión con el sexo opuesto. No besaba en la primera cita pero sí entregaba mi alma entera. Y era tan exótica al contar mis cosas vulnerables y a la vez parecer tan fuerte al mencionar mis logros que era algo así como un alien bipolar.
Casi todos los hombres se hacían para atrás. En ese momento no lo sabía pero ahora que recuerdo sus miradas creo que estaban asustados de mí. Y así pasaba otra boda donde veía a los novios bailar tantas canciones que quise para mí.
Me acercaba a los treinta y todo se volvía más difícil. Antes todos estaban solteros pero ahora algunos se habían casado, otros tenían su novia de toda la vida y yo parecía nuevamente la fruta que nomás no escogían en el súper.
Volvía loca a mis psicólogos cuando les decía que no entendía si yo era una persona que había logrado tanto, los hombres no parecieran apreciarlo. Y a pesar de que me cargaba un carisma que ponía de buen humor a una mesa entera y contara los chistes en modo chingón, pareciera que era una mujer que tenía el poder de acaparar muchas miradas al mismo tiempo pero no una sola y para siempre.
Me daba mucha nostalgia ver cómo cada año nuevo me comía las uvas deseando encontrar el amor y saber que lo mismo había hecho el año anterior y el anterior, y el anterior del anterior.
Y en vez de que me molestaran en mi casa por no tener novio, ya había llegado en la etapa donde ya no me decían nada porque ya era una soltería crónica inevitable sin probabilidad de cambio.
¿Cómo modificar el rumbo de mi vida si la vida en pareja no depende solamente de mí? ¿Hay que ubicarse en algún lugar en específico? ¿Hay que tener todavía más terapia psicológica o reiki o meditación para estar zen porque sólo en modo zen se conoce al amor? ¿Hay que ir más seguido al gym? ¿Qué coños puede hacer una mujer atrapada en el centro de México para encontrar una pareja?
Me frustré. Perdía las esperanzas o le creía a mis maestras de reiki que el amor lo encontraría en Europa porque mis vibraciones no congeniaban con las costumbres de los hombres de este país. Lloraba. Lloraba mucho y luego me vestía para otra boda que obviamente no era la mía.
Incluso peinaba a las novias. No platico mucho de esto pero yo peinaba para ganarme la vida hace tiempo. Para comerciales, para sesiones de fotos y espectaculares. Viajaba mucho y me ilusionaba siempre de pensar que el hombre de mi vida se sentaría al lado de mí en el avión o que con un peine en la oreja en plena producción el creativo o el de arte me ofrecería una cerveza y nos haríamos novios. Y nada pasaba, solo peinaba novias, especialmente a mis amigas como regalo de bodas.
Y de pronto me convertí en la mujer que desacomodaba las mesas porque era la única que no tenía pareja. Y me presentaban a los otros que “sobraban” y me daba coraje tener que bailar con ellos porque pensaba que ser la última mujer en casarme no me hacía menos buen partido. Se me hacía un nudo en la garganta.
Hoy en día lo único que puedo decir es que no estar casada no es directamente proporcional a ser el peor partido. Estaba esperando por lo que merezco y la vida no había querido que fuera emocionalmente sedentaria, me faltaba algo por trabajar internamente para darme cuenta que el amor siempre había estado frente a mí desde que había entrado a trabajar en la revista Quién y era el fotógrafo.
Y bueno luego nació Lucas. El mejor plot twist que ha llegado a mi vida. Y de pronto tantas veces que lloré me hicieron sentido y tantos hombres que dejé pasar porque no sentía las suficientes mariposas del estómago o tantos que me rechazaron y de los que creí me harían feliz pero no fue así, todo eso cobró sentido y lo agradecí. Incluso agradecí no haberme enamorado de Carlos antes porque veo sus fotos y las mías y nos hemos divertido mucho. Mis ojos pudieron ver tantas cosas lindas antes de estar con él que no me aburre la rutina que implica un amor estable.
Viajé, hice, deshice, besé, puse el cuerno, me lo pusieron, me sentí estúpidamente sola y entendí que las amigas son un consuelo que ningún hombre puede darte, aprendí a valorar el sentido de la amistad y no descuidarlo ahora que tengo pareja, entendí que siempre, aunque encontré el amor, siempre debo tener un tiempo para mí, para estar sola, para entenderme, para seguir escuchándome, para ser cómplice conmigo y sin nadie.
Me río todavía para mis adentros recordando que creí que era la fruta menos suertuda del súper para terminar siendo la compañera de vida de alguien que independientemente de lo mucho que me agarro de las greñas, nunca me ha hecho sentir que prefiere otra manzana. Tal vez fui la última pero ahora que puedo hacer retrospectiva, no cambio ninguno de mis viajes o de mis etapas de soltera por el arrogante deseo de haber sido primero.
Soy una manzana veterana contenta. Y gracias a haber sido veterana, soy una mamá contenta. Me encierro con mi bebé sabiendo que ya salí de antro siete veces más que cualquier persona que está ahorita en uno. Ya besé, ya me desvelé, ya me arriesgué, ya me puse en peligro y ya salí. No tengo inquietud por ese protagonismo que gana un hijo cuando nace. Tengo paz, tengo certeza, tengo la experiencia de una manzana “veterana” para mi ciudad o las costumbres sociales que me rodean. Y así me casaré el siguiente año si todo va bien. La mujer que quería casarse virgen ahora caminará al altar probablemente detrás de Lucas, que si ya camina, irá aventando flores o esas cosas. Jamás pensé que mi hijo viviría mi boda y ahora es mi idea favorita.
Y la única certeza que tengo en mi alma es que los votos que diga y lo que prometa ese día, estará sustentado por tres años, casi cuatro de amor puro. Así que, tal vez la última, pero la que va a tener pruebas en la mano de que los votos que estamos asumiendo se han cumplido antes de prometerse. Y que no soy ni primera ni última si decido abandonar la estúpida idea de compararme. Todo lo que ya puedo ver en retrospectiva lo necesite y por lo tanto no cambio ninguno de mis días y lo que más me alegra es que lo mejor no está atrás, sino aquí y adelante.