Me cuesta tanto empezar el día y luego si en la tarde se va sumando su ausencia y explotan los recuerdos tengo fobia de llegar a casa y aún así camino a ella deseando desintegrarme y al llegar y abrir la puerta de colmo me encuentro al perro subido en el sillón donde a ella le gustaba estar. Cae la noche, la ansiedad sube y como ya es costumbre la cama tan ancha otra vez se burla de mí y no puedo dormir pero es que no quiero. Me da miedo admitir que no me sobran ganas de vivir y me ha llegado membretada una invitación a la locura y lo más loco es que parece la solución más cuerda asistir a su llamado.
Me he levantado a la hora que más o menos ella me despertaba a hacerle un té de jengibre con limón y miel. El té lo hice para mí, su humo la dibujó como relámpago y la vi tumbada en el sillón, le sonreí. Estaba en la misma pose que una de esas tardes que le daba por tumbarse en el sillón, justo con el camisón de ese día que cayó la lluvia en el balcón y su voz me suplicó que la acompañara a ver llover.
Todavía me acuerdo cuando las gotas se escucharon más de golpe su instinto abrió las cortinas y trató de alcanzar el agua con la mano pero no llegaba. Determinante se quitó el oxígeno y aunque la Tierra ya dio una vuelta desde esa vez, parece que fue ayer cuando salió descalza al balcón a ver llover.
Ese día a medio acorde dejé la guitarra y preocupado fui a alcanzarla. Apenas abrí las cortinas pude ver cómo giraba cara al cielo y la lengua de fuera mientras el camisón se le pegaba al cuerpo. A esa mujer se le olvidaba su condición. Mentiría si digo que no se me salió el corazón del pecho al verla tan contenta, pero me disfracé de disimulo como lo hice y lo hago desde hace tiempo. Y aunque ahora mis manos están vacías, todavía me acuerdo que la tomé por atrás y estando ya empapada y yo también, se enchufó a mí como le gusta.
Siempre fue costumbre suya ser tan absorbente y placer tan mío permitir que sellara con su nombre el total de mis momentos y canciones. La recuerdo así, una flor de melena larga que sin permiso se plantó en mi jardín, absorbiendo de mi agua con sus raíces, apoderándose de todo mientras yo como un tonto la veía crecer… hasta que el día que empezó sin querer a marchitarse.
Pasaba los días tumbada en la cama y no sabía qué hacer y en sus ganas de mentir no me dejaba verla llorar sino al contrario, me obligaba a pintar su boca de rojo hasta que cambió ese hábito por sus baños de agua caliente, no tan caliente para desmayarse no tan tibia como para que se enfriara pronto… el agua era como de la temperatura en la que ahora está mi té. Sí, justo a la temperatura de mi té estoy seguro.
Me pedía que le desenredara el pelo y de paso las ideas. Hablaba y enfurecía de las injusticias que seguro vio en el noticiero, luego se calmaba planeando una vez más un viaje y ni sabía a dónde, nomás decía que quería carretera. “Quiero estar en la carretera” me decía. Y hacía tantos planes y se emocionaba tanto que se le olvidaba – y a mí – su condición.
Me remendaba de esperanza y le creía y contra todo pronóstico médico seguíamos creyendo y soñando con todo lo que pudiéramos merecer y sí, esa flor me nubló la visión, y sí, es su culpa que no, no me acostumbro a la anchura de la cama porque no, no me pude preparar el corazón porque me daba miedo hacerme la idea a estar sin ella. Y me gasté el tiempo que nos quedaba en calentarle su baño, secarle el sudor y hacerme el disimulado para que supiera que me tenía engañado en su nube positiva, esa nube que me tumbó al suelo, caída libre y sin amortiguador el domingo que no me despertó para hacerle el té.
Vendrá algún día el olvido o nunca, mi boca engranará con otros besos o se quedarán atorados los suyos en mi garganta, aceptaré o no la invitación de la locura, pero días como los nuestros, nunca Camila, nunca.